La corrección política o cómo construir realidades paralelas

     Algunos asistimos, hace ya un tiempo, asombrados (y cada vez más alarmados por lo que implica) a la creciente moda de la corrección política, que ya no roza el esperpento, sino que lo sobrepasa. Cada día, leyendo la prensa o viendo las noticias, nos encontramos ante innumerables casos en los que alguien tiene que disculparse o rectificar ante el colectivo de turno (y de moda) por algún comentario vertido o, lo que es peor, por algo más difuso siempre y cuando aparezca alguien «ofendido.» La corrección política, como otras muchas modas, viene importada de EEUU, de donde seguimos empeñados en importar todo, sea bueno o malo. Como veremos, no hay duda de que la corrección política exige que las minorías, sean las que sean, deban imponerse a la voluntad de la mayoría, lo cual es perceptible a poco que se mire alrededor porque los ejemplos son infinitos, porque siempre va a aparecer un colectivo susceptible de sentirse «ofendido.»

     Como todo el mundo sabe, en España hay cuatro lenguas oficiales empleadas sin problemas, tanto que hasta vemos al rey muy diligente en felicitar la Navidad en todas ellas. Por supuesto, en las correspondientes comunidades donde se hablan otras lenguas pueden editar en ellas los correspondientes documentos oficiales, su literatura, etc. Pero se decidió que no es suficiente y el vasco, gallego y catalán debían traspasar las fronteras de sus respectivas provincias, con lo cual vemos sustituidas en las noticias de alcance nacional (ya sean habladas o escritas) a Lérida, Gerona, Orense, Vizcaya y Rías Bajas por Lleida, Girona, Ourense, Bizkaia, As Rías Baixas, etc. Entonces, ¿por qué no decir  y escribir Oviéu en vez de Oviedo, Llión en vez de León, London, Beijing, Stockholm, en vez de Londres, Pekín y Estocolmo? Es bueno que cada región  pueda utilizar la lengua natural en que se expresa su población, pero es descortés  y ridículo que en una alocución dirigida al conjunto de España, sabiendo todos castellano, se tengan que utilizar (impuestos) determinados vocablos regionales, o que en determinados actos públicos o sesiones parlamentarias haya que usar traductores como si viviésemos en la Torre de Babel. Si lo que se quiere es que no se sientan agraviados los naturales de esas regiones, hagámoslo con todas. ¿O es que unas son más importantes y tienen más peso que otras? Pero este es otro tema. Fundéu, la fundación para promover el buen uso del español en los medios de comunicación, dice al respecto: «Lo habitual es utilizar los topónimos en la lengua en que se escriben. La Administración ha declarado oficiales denominaciones como Lleida, Girona, Ourense o A Coruña, por lo que en los textos oficiales deberán escribirse así, pero eso no quiere decir que se hayan modificado los topónimos tradicionales en español, algo para lo que la Administración no tiene atribuciones.»

     Si algunas leyeran El Cantar del Mio Cid (finales del siglo XII o principios del siglo XIII), la primera gran obra épica en lengua romance de España que ya nadie lee porque los libros no pueden competir con Twitter o Facebook, se quedarían sorprendidas de lo moderno e inclusivo que era su desconocido autor, ya que en un verso se refiere  a quienes recibieron al Cid en su llegada a Burgos como «mugieres e uarones, burgeses e burgesas«. Así que nuestro anónimo autor se anticipó en varios siglos a la ridícula moda del lenguaje inclusivo. Pero las radicales feministas, las de pelos de colorines y pancartas ridículas, no leen este tipo de literatura dedicada a ensalzar las andanzas de quien para ellas sería un «machirulo» opresor de los musulmanes y xenófobo.  ¿Cultura clásica? No, ellas son más de Judith Butler  y sus teorías supermegamodernas y de dar la lata hasta con el lenguaje. Si por ellas fuera, se acabaría de un plumazo con el español tal y como lo conocemos, importándoles un pimiento el rico acervo cultural que supone una lengua derivada del latín que tardó siglos en definirse. A ellas no les gusta el masculino inclusivo, que como cualquiera que haya aprendido a leer y escribir sabe, incluye masculino y femenino. Si alguien dice que en una clase hay niños también quiere decir que hay niñas, a menos que se indique específicamente lo contrario; si en un Tribunal hay jueces, implica que hay jueces hombres y mujeres, etc. En E.G.B. me enseñaron aquello del género de las palabras, que ahora resulta que hay que aplicar también a las personas porque ya nadie tiene sexo, al parecer. En España, desde que la inefable Bibiana Aido, al frente del ministerio de Igualdad (ministerio inútil creado por el también inefable y contador de nubes Rodríguez Zapatero), tuvo la desfachatez de decir aquello de «miembros y miembras» (ver vídeo)  ,vemos a algunos  que ejercen de políticos decididos a atraerse el voto de algunas féminas despistadas a las que regalan los oídos con aquello de «ciudadanos y ciudadanas», «amigos y amigas», «niños y niñas», «compañeros y compañeras», y así hasta el infinito. No le faltó tiempo a Carmen Romero, entonces diputada en Cádiz, en añadir lo de «jóvenes y jóvenas», que después hizo suyo la portavoz de  ese batiburrillo de ninis que es Podemos en la Asamblea de Madrid: “El PP no apuesta por una educación pública de calidad a la que puedan acceder todos los jóvenes y jóvenas y todos los niños y niñas.» Y se quedó tan ancha. Lo malo es que la estulticia es contagiosa y ya hay quién les sigue, véase si no el Boletín Oficial vasco: BOPV, ley 9/2004 de la Comisión Jurídica (ver texto)  De cundir el ejemplo, cualquier documento oficial se convertirá en un remedo del Libro de los Muertos de los egipcios: interminable. Aquí se abrió la veda y los casos son innumerables: peticiones de feministas a la RAE para cambiar el lenguaje a su gusto, eliminar palabras que a ellas no les parecen adecuadas o, lo más delirante, incluir el artículo les para hablar de mujeres transexuales (o sea, hombres que han pasado por el quirófano para ser físicamente mujeres), en un blog recientemente cerrado, utilizando perlas como «les compañeres.» No, no lo escriben en astur-leonés, es que estos hombres convertidos en mujer se sienten discriminados ante las mujeres biológicas y deciden utilizar palabras que consideran más adecuadas para ellas. Si se consideran mujeres y exigen ser consideradas como tales, ¿no les sirve el artículo femenino de toda la vida? Porque resulta que son ellas mismas las que están utilizando una categoría que las distingue de las mujeres biológicas. Luego, ¿no se están auto discriminando? Pregunta sin respuesta. Pero aún hay más; el año pasado, la Universidad de Granada editó un calendario en el que los nombres de los meses iban en femenino. (ver texto) como lo leen: «enera», «febrera» y toda la retahíla hasta llegar a «diciembra». Increíble, ¿no? Pues es el monstruo que crece porque muchos lo alimentan.

     Los manipuladores del lenguaje también se inmiscuyen en asuntos que están muy por encima de ellos, como los biológicos; por ejemplo, cuando se pretende eliminar el concepto de raza. Muchos defienden furibundamente que ya no se puede hablar de razas, ya que sólo existe la raza humana. Las preguntas surgen de manera natural: ¿es igual un lapón que un señor de Burundi? ¿Un tipo de Papúa-Nueva Guinea es igual que un islandés? ¿Un chino que un hindú? Una cosa es la igualdad jurídica, social y de oportunidades, que nadie discute, y otra querer negar la evidencia que salta a la vista. Clase tipo Barrio Sésamo para los despistados: igual que los perros, los caballos, los gatos, etc. no son todos iguales porque hay distintas razas, ocurre igual con las personas, por mucho que hasta los científicos se apunten a la moda de la corrección política para no ser defenestrados académicamente. Por ello ya no se puede decir que un negro es negro; tenemos que decir afroamericanos o afrodescencientes si son negros nacidos en América y subsaharianos si son nacidos en África. No importa el país de América ni de África de donde procedan, con esas dos palabras los progres con su corrección política resuelven la cuestión en un pis pas y demuestran cuán solidarios son con otros pueblos y culturas. Algunos también dicen que tal persona «es de color», y la pregunta que nos gustaría muchos hacer es: ¿de qué color? Y todo por no llamar a las cosas por su nombre en esta absurda ola de puritanismo y autoflagelación en que está inmersa Europa. Si, por ejemplo, la policía citase a alguien como testigo de un hecho delictivo, lo primero que haría esa persona sería describir al sospechoso diciendo si era hombre o mujer (aunque ahora ya no está la cosa tan clara debido a los nuevos géneros que van apareciendo), de qué raza es y luego enumeraría detalles como el  tipo de ropa, tatuajes, etc. Nadie se pondría a a describir a un sospechoso que fuera negro y cojo como «una persona de género fluido, afrodescendiente y con discapacidad funcional.» Igualmente, un gitano ya no es un gitano, sino un miembro de una minoría en riesgo de exclusión social a la que hay que referirse como «persona de etnia gitana.»

     El problema es que la estupidez está ganando la carrera a la realidad, por eso mismo vemos que la policía y la prensa no se quedan atrás: a la hora de aportar información cada vez que hay un atentado se oculta la identidad del autor, que suele ser perpetrado en un 99, 9% por un tipo que grita «Allahu Akbar». Por ello, evitan a toda costa dar nombres y datos, llegando a todo tipo de circunloquios para eludir la verdad. Así, vemos que en as últimas docenas de atentados que han tenido lugar en Europa en los últimos años se atribuye la autoría a «un hombre»,pasando luego a decir que es un sueco, a un francés, a un belga, etc., para referirse a un musulmán que tiene pasaporte de uno de esos países y que se llama Mohamed, Alí o Yusuf. Las autoridades están más preocupadas por un posible brote de islamofobia (palabra utilizada para cortar toda crítica al Islam) que por las victimas y el derecho a conocer la verdad de los ciudadanos. Y si la policía se ve obligada a acabar con el terrorista nunca dirán que lo han matado, sino que «ha sido neutralizado».

     Como lo que pretenden algunos es eliminar las singularidades, ya no se habla de sexo, ni de raza, se habla de personas todo el tiempo. Quieren que todos seamos iguales, pero por otra parte están bombardeando a la ciudadanía (como nos llaman ahora) con  la diversidad. En esta tesitura, oímos a la simpar Irene Montero, una jovencita de voz chillona jugando a hacer política, hablar de «las personas migrantes», y tratando de borrar todo rastro del masculino en las palabras vemos también «la ciudadanía», «la juventud», «el vecindario», «el alumnado», etc. Todas estas sandeces están recomendados por «expertos» en igualdad, sea eso lo que sea, de diferentes instituciones, asociaciones, y fundaciones. Y por lo visto los nuevos manuales de periodismo indican que hay que decir machaconamente que cualquiera que llegue a nuestras costas (incluso de manera violenta) es un refugiado en vez de un inmigrante, obviando descaradamente que nadie es refugiado hasta que se le concede ese estatus. Según define la RAE, un refugiado es una persona que a consecuencia de guerras, revoluciones o persecuciones políticas se ve obligada a buscar refugio fuera de su país. También se puede ser asilado: «Persona que, por motivos políticos, encuentra asilo con protección oficial en otro país o en embajadas o centros que gozan de inmunidad diplomática.» Si no, también se recurre a migrante, que resulta más neutra por no indicar nada más que movimiento.

     ¿Y qué decir de Manuela Carmena, esa señora que no se sabe muy bien qué pinta dirigiendo una gran ciudad? Pues en uno de sus muchos alardes de ingenio ordenó en 2016 la publicación de una guía de recursos para periodistas en la que se propone sustituir las palabras prostituta o puta por «mujer en situación de prostitución, víctima de trata o de explotación sexual o mujer prostituida».  La guía también recomienda referirse a los clientes como «puteros» o «demandantes de prostitución.»  No es que Carmena y sus «carmenadas»  sea pionera en lo políticamente correcto en el lenguaje popular, pero es una fiel sacerdotisa de esta nueva religión.

     Los últimos casos con los que despedimos  2017 nos hubieran parecido increíbles hace pocos años. La princesa de Kent, uno de los innumerables miembros de la familia real,  acudió a una fiesta real luciendo un broche donde aparece el busto de un negro con piedras preciosas y por ello fue acusada de llevar «un broche racista». ¿Puede ser un broche racista? Pues al parecer sí para los nuevos guardianes de la moralidad. Y todo porque una futura miembro de la familia real es mulata y algunos consideraron que era ofensivo. Habría que preguntarle a la interesada, pero ya hablan por ella los nuevos inquisidores. La pregunta es inevitable: ¿habría sido racista un broche en el que apareciera representado un blanco?  Pero la cosa no queda ahí. El piloto británico Lewis Hamilton ha tenido que disculparse y retirar un vídeo de Instagram (una de esa ventanas donde se exhibe la vida) acusado de sexismo y de acoso a su sobrino por decirle que los niños no se visten de princesa, de lo que el niño iba vestido. Las críticas no se han hecho esperar, saliendo a la palestra los miembros (o miembras) del  colectivo LGTBIJKLM etc., porque hay muchos empeñados en que la moda de vestir a los niños de princesa es muy cool y muy moderna, véase los casos de famosos como Charlize Theron, Adele o Liv Schreiber que llevan a sus niños vestidos de princesa por la calle  porque al parecer ahora no hay que coartar a los niños, hay que dejar que se expresen y que sean libres aunque les perjudique y sean unos futuros tiranos a los que nunca se les dijo no.

     El asunto alcanza cotas verdaderamente alarmantes. El sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la universidad de Londres desea que se retire de la docencia el estudio de filósofos blancos (figuras relevantes en el pensamiento, no solo occidental, sino mundial) como Kant, Descartes o Platón y que se sustituyan por pensadores asiáticos y africanos (¿?). El promotor de esta descabellada idea (cuesta llamar a esta idiotez idea) se llama Ali Habib, lo cual explica mucho en esta historia. También en la Universidad de Glasgow se han contagiado de estas ridiculeces y proponen que los inocentes estudiantes de primero de Teología han de ser advertidos de que las imágenes de la crucifixión que van a ver en obras pictóricas o películas pueden ser perturbadoras, por lo que tendrán permiso para abandonar el aula. Imaginemos qué disgusto y qué sofocón si un alumno, azorado y turbado por un cuadro de El Bosco o de Lucas Cranach cae víctima de una lipotimia al ver una imagen tan terrible. Un drama. A estos chicos hay que evitarles a toda costa una visión tan terrible, ya que en la era de Internet y los videojuegos, sus tiernos ojos no están acostumbrados a semejante brutalidad. Es increíble el nivel de hipocresía, ya que en las  redes sociales se permiten y publican todo tipo de insultos y ofensas sin que casi nadie se rasgue las vestiduras.

     Comenzamos 2018 con más muestras de intolerancia por parte de los tolerantes: la número dos del partido de derecha alemana Alternative für Deutschland (AfD), Beatrice von Storch, ha sido denunciada por la policía por publicar un comentario «islamófobo». Todo comenzó cuando la policía de Colonia (sí, la misma que ocultó durante días los ataques a mujeres por parte de inmigrantes africanos y musulmanes en la Nochevieja de 2015), publicó en Twitter un mensaje deseando que la Nochevieja de 2017 transcurriera sin problemas, escribiéndolo en alemán, francés y árabe. La diputada del Bundestag respondió que no le parecía bien que se utilizara el árabe y añadió «¿Creen ustedes que van a lograr moderar a esas bárbaras hordas de musulmanes dispuestos a la violencia en grupo?» Rápidamente actuó la policía del pensamiento (y nunca mejor dicho), bloqueando su cuenta. Alguien ha decidido que las palabras de determinadas personas, partidos o ideologías son ofensivas e hirientes, mientras que las de otros colectivos son «libertad de expresión.» Con este asunto existe un efecto dominó sin que, al parecer, la mayoría no se cuestione el porqué de esta situación. La pregunta es: ¿hasta cuándo vamos a estar prisioneros de esta nueva Inquisición?

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